carro

Pongamos que hace veinte años que compro, prácticamente una vez a la semana, en algún supermercado. Veinte años, por cincuenta y dos semanas que tiene cada año, da como resultado más de mil compras realizadas. Bien, pues el sábado pasado me ocurrió algo que, en las mil compras anteriores no había experimentado, más bien todo lo contrario.

Ocurrió al ir a pagar. Normalmente, a la hora de pasar por caja, siempre vivo un ligero momento de tensión porque la cajera (muy raras veces el cajero) es mucho más rápida registrando mi compra que yo guardando en mis bolsas todos los  productos. Una vez ha terminado de sumar, alguna me ayuda en ese ritual de guardar a toda prisa la compra pero otras me miran fijamente, al igual que los clientes que hacen cola, mientras yo con una mano voy recogiendo los alimentos y con la otra trato de adivinar, a base de palpar, en qué recóndito lugar de mi bolso se esconde esta vez la cartera. Por fin saco la tarjeta y mientras la cajera me cobra, yo termino de  guardar la compra.

El sábado pasado todo fue diferente. Llegué a la caja, como de costumbre, con mi carro lleno de comida, guardé un rato de cola y cuando llegó mi turno, dejé los alimentos encima de la cinta transportadora y me fui rápidamente al final de la misma, abrí con agilidad mis dos bolsas y me preparé para el disparo de alimentos, porque así es como percibo y recibo habitualmente lo que compro, a base de ráfagas. Los productos se van deslizando como si fueran disparos, algunos con golpe incluido, en el metal de la cinta transportadora, mientras yo establezco una competición silenciosa con la cajera, a ver quién es más rápida. Si en alguna ocasión ella se detiene un momento porque la caja registradora no detecta el código de barras de algún producto, yo gano tiempo para ordenar mis paquetes hasta que vuelven a sucederse las ráfagas. Busco el monedero, saco la tarjeta, pago y me voy. Pura mecánica.

Los productos se van deslizando como si fueran disparos, algunos con golpe incluido, en el metal de la cinta transportadora

El sábado no, el sábado aquella cajera, que tuvo la amabilidad de mirarme a los ojos y decirme “buenas tardes” cuando empezó a sumar mi compra, iba deslizando suavemente con su mano cada producto hasta dejarlo a mi alcance. Me pasaba un paquete de fideos como si fuera una figura de cristal. Con sumo cuidado, diría que hasta con cariño, como si tuviera entre manos a una criatura. No hubo ráfagas. No hubo golpes contra el metal de la cinta transportadora. No me lo podía creer. Tanto es así que en mitad del ritual de guardar la compra me paré, alcé la vista y la miré. ¿Se lo digo? ¿No se lo digo? Se lo dije. Cuando fui a pagar le di las gracias por la delicadeza con la que hizo llegar a mis bolsas cada uno de los productos que acababa de comprar y le manifesté mi sorpresa por su forma de actuar. Me sonrió y me dijo: “es como a mí me gustaría que lo hicieran conmigo”.

Aquel día salí del supermercado con la satisfacción de poder encontrar gente profesional y educada pero también con un punto de amargura, porque han tenido que pasar más de mil compras para que me ocurriera algo así, tan aparentemente sencillo.

Guardo el tique de aquella compra donde aparece el nombre de la cajera. Por si algún día el señor Roig me pregunta por ella.

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Sobre mí

Marina Vallés Pérez (25/05/1976). Natural de Teulada (Alicante). Licenciada en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente soy periodista autónoma.



  • Jose Maria Romero dice:

    Con que sencillez describes lo complejo que resulta las relaciones interpersonales….y basta con mirar al otro para vernos en su lugar. Gracias, Marina

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