Ese joyero de flores con cuatro cajoncitos y una pequeña puerta a modo de armario parece cobrar vida desde la estantería de mi habitación de niña, la que ocupé en la casa de mis padres hasta que me fui, definitivamente, a mi propia casa. Vuelvo a esa habitación sobre todo cuando llega el verano, en vacaciones, y pese a que ha habido algunos cambios en el cuarto, la esencia sigue siendo la misma, porque están prácticamente las mismas cosas. Y todas me asaltan en plena siesta veraniega. Cierro los ojos pero todos esos objetos parecen haberse puesto de acuerdo para no dejarme dormir, así que vuelvo a abrirlos para escudriñar la habitación. Todos me arrastran irremediablemente a mi niñez.

Allí asoma la foto de una niña de piel blanca y cabello rubio, y una adolescente de pelo rizado y pecas. Ambas imágenes conviven en sus sempiternos marcos y yo las miro como si yo no fuera ellas. Me cuesta reconocerme. En la pared, colgados, algunos diplomas y un pequeño cuadro que me regalaron mis padres con el significado de mi nombre. Me lo sé de memoria de tanto leerlo. “Marina. Nombre de origen latino. Significa estrella de mar. Son temerarias e impulsivas a la vez. La vida moderna no les conviene siempre. Su virtud es la esperanza”. Lo releo. Recuerdo que de niña no entendía bien aquello de “temeraria” pero sabía que no me gustaba. La palabra “esperanza”, sin embargo, me reconciliaba con ese sentimiento agridulce unido a mi nombre.

Un sobre blanco al fondo del segundo cajón llama poderosamente mi atención. Lo abro y me emociono al reconocer la letra de mi abuela paterna

Abro los cajones de mi mesita. Allí siguen intactas un buen puñado de fotos de carnet de mis mejores amigas, firmadas al dorso por ellas con pequeñas dedicatorias de amor infinito. Y unos walkman con sus cascos. También un pequeño costurero intacto, con sus hilos de colores todavía por usar y varios dedales, y otro joyero, este más pequeño, con un reloj de cadena cuya tapa cambiaba de color al frotarla, regalo de un viaje. Un sobre blanco al fondo del segundo cajón llama poderosamente mi atención. Lo abro y me emociono al reconocer la letra de mi abuela paterna, María, en una notita en la que dejaba constancia de que había ahorrado un dinero para cada uno de sus cuatro nietos. “Espero que seas muy feliz”, añadía mi abuela, que se despedía con un “Te quiere mucho, tu abuela”, su firma y entre paréntesis, la edad a la que escribió aquella carta, 81 años. Suspiro.

Cierro los cajones y empiezo a dudar si esto de remover recuerdos es buena idea. Repaso con mi mirada las estanterías, donde queda algún libro de mi infancia, un aparato de música que todavía reproduce cintas de casete, y el joyero, el joyero de flores con cuatro cajoncitos y una pequeña puerta, que para mí era el mejor lugar donde esconder mis secretos. Lo abro como quien está a punto de descubrir un tesoro escondido durante siglos y encuentro los restos de mi inocencia en forma de pulseritas que nos traían  mis padres a mi hermana y a mí cada vez que viajaban, un colgante con mi nombre pintado a mano, anillos de colores, pendientes de las más variadas formas, aquel primer Swatch que tuve con una correa elástica que intercambiaba con mi hermana y un collar de bolitas azules que nunca me llegué a poner porque me parecía demasiado ostentoso. Sé que allí también guardaba papelitos doblados con secretos que sólo yo creaba y compartía con mi joyero, al que nombré guardián universal de mi mundo infantil. No queda ni rastro de aquellos papelitos, supongo que porque me deshice de ellos en algún momento de la adolescencia, cuando uno suele renegar de su pasado cándido.

Creo que todos, de una manera u otra, dejamos huella en los lugares que habitamos. Y nuestra esencia se asoma a través de los objetos que nos han acompañado

Intento retomar mi siesta mientras todos aquellos objetos juguetean en mi cabeza. Tantos años después, aquella que fui sigue, de alguna manera, presente en la habitación que ocupé de niña. Creo que todos, de una manera u otra, dejamos huella en los lugares que habitamos. Y nuestra esencia se asoma a través de los objetos que nos han acompañado y que han dibujado parte de nuestra personalidad.

Precisamente estos días he escuchado en la radio la reflexión de Javier Cudeiro, director del Centro de Estimulación Cerebral de Galicia, quien señalaba que los humanos construimos nuestra identidad a partir de nuestros recuerdos. Cudeiro nombraba en la entrevista al Nobel de Fisiología y Medicina Eric Candel, quien afirmaba que “el futuro por definición no existe, el presente es efímero, y todo lo que somos, en realidad, es memoria”. Y, ¿qué es lo que más influye a la hora de construir nuestra memoria? Las emociones de nuestras vivencias, afirmaba el doctor Cudeiro. Como las que guardé, probablemente, en aquel sobre, en aquel cajón, en aquel joyero, en aquella habitación.

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Sobre mí

Marina Vallés Pérez (25/05/1976). Natural de Teulada (Alicante). Licenciada en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente soy periodista autónoma.



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