Las noticias anuncian la temida gota fría de septiembre y yo giro entre dos mundos: en uno, recupero el deseado frescor en la piel, el olor a tierra mojada, el gesto de estirar las sábanas hasta cubrir todo mi cuerpo y quedarme acostada escuchando la lluvia mientras me acurruco. En otro, me resisto a abandonar los días de luz infinitos, el sonido a verano que producen las chancletas al caminar o las olas al romper en la orilla de cualquier playa, el tiempo libre gastado en no hacer nada o en contemplar la vida pasar sin remordimientos. Busco algo a lo que aferrarme para digerir la transición entre esos dos mundos y lo hallo en un pequeño regalo que llegó a mis manos en el transcurso de un viaje este verano a Portugal.

Callejeábamos mi pareja y yo por el casco antiguo medieval de Coímbra cuando alcanzamos las llamadas “Escadas Quebra-Costas”, las empinadas escaleras de una de las calles con mayor encanto de esta ciudad portuguesa, donde confluyen pequeñas tiendas, restaurantes, bares y hasta un centro de interpretación de fado. Mientras saboreaba la magia de aquel lugar, mis ojos se posaron en la cara de una niña, una niña pintada a mano con un simple bolígrafo por Márcia Santos, una ilustradora portuguesa que tiene una pequeña tienda justo en las escaleras más empinadas de Coímbra.

Bajo una sonrisa tímida, aquel ser mostraba una mirada serena mientras el viento empujaba y levantaba su larga melena con inusitada fuerza.

El dibujo de aquella niña me hipnotizó. Bajo una sonrisa tímida, aquel ser mostraba una mirada serena mientras el viento empujaba y levantaba su larga melena con inusitada fuerza. Me pareció revelador. En aquel momento quise ser como esa niña, deseé aquella armonía que se adivinaba en los gestos suaves de su rostro y que contrastaba con la fuerza liberadora de su melena. Parecía una mujer independiente, libre, segura, tranquila, llena de sueños, de esperanzas, de deseos. Y cuando me giré para contemplar otras de las ilustraciones que había en la tienda, aquella misma niña estaba siendo envuelta en papel de regalo para mí. Él también la había visto. Mi compañero de vida, que tan bien me conoce, sabía que había encontrado a mi alma gemela en aquella niña de ojos redondos, sonrisa tímida y cabello al viento. Márcia Santos sonreía al ver mi sorpresa por aquella sorpresa tan bonita, y nos enseñó cómo trazaba, con un simple boli “Bic”, aquellas ilustraciones al viento.

Las empinadas escaleras ya no me lo parecieron tanto al salir del establecimiento, y fue tal la magia de aquel pequeño rincón del casco antiguo de Coímbra, que por la tarde volvimos para escuchar fado, compartir unas cervezas sentados en plena calle escuchando a un grupo de música que tocaba a la puerta de un pequeño bar y cenamos en aquel lugar donde prometimos volver algún día.

Desde entonces, la niña de la melena al viento reposa en un marco de madera en mi habitación. Son esos regalos que uno trae de un viaje pero que se quedan para siempre en su memoria, porque no son un simple souvenir. Y estos días en que acechan las tormentas que anuncian el final del verano y me empeño en aferrarme a la estación de los días eternos, la miro y pienso que todo está en su justo lugar, que el viento seguirá empujando, también en otoño, y que los deseos y esperanzas, una vez trazadas, ya no se borrarán si uno las desea con fuerza. Y ahí está ella, con su cabellera enderezada, para recordármelo.

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Sobre mí

Marina Vallés Pérez (25/05/1976). Natural de Teulada (Alicante). Licenciada en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente soy periodista autónoma.



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