Después de muchos meses sin vernos, al fin logramos sincronizar agendas y organizar una comida de amigas. Tras la emoción del reencuentro, nos ponemos al día de nuestra vida, de nuestros hijos, nuestras parejas, nuestro trabajo, nuestros proyectos. Hasta que una de ellas da un salto valiente en la conversación y nos cuenta que lleva un año y medio enfrentándose a una lucha contra su cuerpo en forma de insomnio, aumento de peso, cambios de humor repentinos, melancolía, falta de concentración en el trabajo, miomas en los pechos, reglas abundantes que requieren visitas a urgencias y así, una larga lista de afecciones físicas y psicológicas que en el diccionario tienen un nombre: premenopausia.
¿Premenopausia? ¿Ya? ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? Le abrumamos con preguntas que ni ella misma sabe responder. Se encoge de hombros y me dice con cierta desesperanza: “Escribe sobre esto, Marina. Nadie habla de la menopausia. A todas nos cuentan con detalle qué nos va a ocurrir cuando llega la pubertad, la menstruación, el embarazo, pero nadie te avisa de que la menopausia va a poner tu vida patas arriba durante una larga temporada”.
Seguimos atentas a su relato. Nos cuenta que en este viaje ha encontrado, por suerte, aliados como su pareja, que la anima cada día a levantarse y a seguir con su vida pese a sus dolencias físicas y emocionales. O una compañera de trabajo que ya ha pasado por esta etapa y que intuía que el malestar y la falta de concentración de mi amiga se debían a su revolución hormonal. Un día la tomó de la mano y le dijo que la entendía, que no se culpara por aquello que no le salía bien. Por fin alguien que la comprendía y no la compadecía.
A todas nos cuentan con detalle qué nos va a ocurrir cuando llega la pubertad, la menstruación, el embarazo, pero nadie habla de la menopausia.
Pienso, mientras la escucho, que el listón que nos ha puesto la sociedad a las mujeres (y que hemos asumido y autoimpuesto de forma mayoritaria) es tan sumamente elevado, que abanicarse en medio de una reunión mientras tu cuerpo te hierve, cambiar de talla de ropa porque la tuya te viene pequeña o cometer un error en tu puesto de trabajo porque llevas varias noches sin pegar ojo, no sólo no está bien visto sino que además, te culpabiliza. Te conviertes, poco a poco, en una trabajadora poco competente y en una mujer nada acorde con la estética dominante. Ya no eres la mujer joven, fresca, lozana y profesional de antaño. Y lo que nadie dice y muchos piensan es que una mujer menopáusica deja de ser una mujer joven. Oh, fatalidad. O incluso que está enferma, o histérica, o ambas cosas.
He buscado en Google sobre la menopausia y he llegado a encontrar definiciones como “la enfermedad silenciosa”. Ni es enfermedad ni debería ser silenciosa. Es una etapa más de nuestra evolución humana, un proceso natural que nos empeñamos en esconder porque resulta vergonzante, porque una parece perder cualidades como mujer o porque supone dejar atrás nuestra capacidad reproductiva, como si eso nos invalidara para seguir con nuestras vidas.
Cabe esperar que algún día esta situación revierta. Será cuando hombres y mujeres aprendamos a empatizar con las dolencias de cada uno sin estigmas ni etiquetas. Será cuando los ginecólogos, además de ofrecernos soluciones para paliar nuestro malestar, nos hablen sin tapujos de lo que nos va a pasar y nos ofrezcan su apoyo y su comprensión. Será cuando no tengamos que soportar miradas condescendientes o muecas torcidas si sacamos un abanico del bolso en pleno invierno. Será cuando las mujeres dejemos de querer ser perfectas para ser mujeres, más allá de lo que nos impongan aquellos que pretenden que vivamos en la eterna juventud.