Situarse junto a la meta de cualquier carrera, como mera espectadora, da para imaginar muchas vidas. Desde que acompaño a mi pareja a las carreras populares, medias maratones, maratones y otras hazañas similares, me ubico, siempre que puedo, en esa fina línea que separa el sueño de la realidad, la meta. Hasta allí veo llegar a los corredores uno a uno, en pareja, en grupo, abrazados, sudados, con los brazos en alto, con salto final, con las rodillas en el suelo, con lágrimas en los ojos, con sonrisa triunfal, con el rostro desencajado, con respiración agitada, con gesto de dolor, con resuello, con gritos, en silencio, con los ojos mirando al cielo, con el rostro enrojecido, con la mirada perdida, con la euforia desatada, con la alegría contenida… Mientras van llegando, me pregunto muchas veces cómo serán sus vidas al descalzarse sus zapatillas, si entrenarán muchas horas, cómo se organizarán, si correrán durante mucho tiempo o será un hobby pasajero, si habrán recorrido muchas ciudades haciendo carreras populares…pero sobre todo me he preguntado muchas veces, ¿por qué? ¿por qué corren?. Confieso que me ha costado entenderlo.
Eso mismo me preguntó hace poco mi hijo tras situarnos junto a la meta en una carrera en la que se inscribieron más de 2.500 personas.
–Pero, ¿por qué corren tantos si saben que no van a ganar nada?, me preguntó un poco incrédulo.
Su pregunta me hizo constatar que en general, la educación que recibimos y que, a su vez, transmitimos, es la de que hay que competir hasta jugando a las canicas, sin dar tregua a la mera diversión, al placer, al disfrute de las cosas.
La otra reflexión que me sugirió su pregunta, y que compartí con él, es que todos aquellos corredores que lloraban, reían, sudaban o saltaban al llegar al punto donde estábamos, acababan de cumplir un sueño, un reto, un objetivo. En ese preciso instante en que cruzaban la meta, daban sentido a las horas de sueño perdidas para entrenar, al tiempo restado a su familia, al frío o al calor que atenazaba sus cuerpos cansados, a las lesiones sufridas, al dolor físico, al cansancio mental. Y no hay medalla ni podio que supere ese estado, esa certeza de que uno mismo ha sido capaz de superarse a uno mismo.
No hay medalla ni podio que supere ese estado, esa certeza de que uno mismo ha sido capaz de superarse a uno mismo.
Más allá de la industria que mueve el deporte del running, de lo que por momentos parece una moda a la que muchos se apuntan tan rápido como se desapuntan, creo que los corredores no profesionales que se curten a sí mismos en estas carreras son un ejemplo de superación y de esfuerzo a cambio de “nada”, nada que sea físico, tangible o contable. Sólo, pura emoción. De manera que, ojalá sigan corriendo, porque no andamos sobrados de emociones tan nobles.