Paseaba con mi hijo y unos amigos por el centro de la ciudad repleta a aquella hora de la tarde de gente, cuando la divisé. Ella iba con una amiga. Agarré a mi hijo del brazo y me desvié de mi camino para ir a su encuentro.
-¡Asun!
En cuanto me vio su gesto se volvió sonriente y cálido, me rodeó con sus brazos y me dio dos besos. Me dirigí entonces a mi hijo y le dije:
-Joan, ¿te acuerdas de Asun?
Asintió y en un alarde de sinceridad, propia de los niños, dijo:
-Sí, me acuerdo, pero ha cambiado mucho.
Asun sonrió y le contestó:
-Claro, me he hecho vieja, Joan, y tú has crecido mucho.
Asun Feltrer fue la primera profesora de mi hijo, su primera educadora. Cuando Joan cumplió un año, su padre y yo decidimos que era el momento de que empezara a socializarse, a convivir con otros niños y, qué remedio, a inmunizar su cuerpecito a base de virus.
Recuerdo perfectamente el día en que me reuní con Asun para acordar la incorporación de Joan al aula, dado que el curso había comenzado unos meses atrás y desconocíamos las normas del centro y el funcionamiento del mismo. Me recibió con la misma sonrisa que reconocí en su mirada al encontrarme con ella en la calle el otro día. Es la sonrisa de la gente buena. Uno la identifica rápidamente. Afable, sencilla, enormemente cálida, humana, muy noble. Es como si te abrazara al sonreír, como si te sostuviera, incluso sin conocerte. Asun me llevó al comedor de la escuela infantil municipal, que entonces estaba en aulas prefabricadas, y nos sentamos en sendas sillitas, en torno a una mesa bajita.
Me recibió con la misma sonrisa que reconocí en su mirada al encontrarme con ella en la calle el otro día. Es la sonrisa de la gente buena. Uno la identifica rápidamente
Yo, en ese momento, era la madre más asustada del mundo por dejar a mi bebé de un año en manos de una “desconocida” y al mismo tiempo era la madre más deseosa de recuperar, poco a poco, mi profesión y mi tiempo y también devolver la tranquilidad merecida a los abuelos paternos de Joan, que nos ayudaban con infinita generosidad en su crianza. Asun, una mujer de enorme experiencia en el cuidado y educación de los más pequeños, y que con toda probabilidad ya llevaba muchos años aplacando ese doble sentimiento de miedo, por un lado, y de “malamadre” por otro, me habló con tanto cariño, con tanta calma y aplomo, que cuando salí de allí, la desconfianza en ella había desaparecido y la confianza en que hacíamos bien en que nuestro hijo pasara unas horas en la escuela infantil, se impuso. En aquella charla entre sillas y mesas pequeñas, Asun, que no me conocía de nada, me transmitió una enorme fortaleza para hacer lo que quería hacer con la convicción de que era bueno para todos, por supuesto para Joan, pero también para mí.
Y así transcurrieron dos años de enormes experiencias para mi hijo, que aprendió a a dar sus primeros pasos, a comer alimentos sólidos, a prescindir de su chupete, a disfrazarse, a cantar, a bailar, a distinguir colores, a compartir juguetes con sus compañeros, a enfadarse, a perdonar. A vivir fuera del entorno protector de su hogar.
Asun fue su primer referente en la escuela y fue un enorme trampolín para mí como madre primeriza. Nunca se lo he dicho, pero su abrazo y su sonrisa del otro día me devolvieron a aquel comedor en miniatura donde aprendí que mi hijo debía desprenderse poco a poco de mí y yo de él sin que aquello se convirtiera en un drama y sobre todo, sin sentirme culpable. Asun lo hizo todo fácil, sencillo, natural. Así que creía que, de alguna manera, debía darle las gracias.
A la gente buena hay que agradecerle que lo sea y sobre todo hay que decírselo. Y cuando a uno le duela una sonrisa fingida, un comentario hiriente, un mal gesto de los muchos que se prodigan, debe acordarse de que, por suerte, siempre hay gente buena en el camino.