-“Enséñame una foto de tu hijo”, le pido.
Así es cómo logro romper el hielo con Ella. Su nombre lo guardo, pero su historia, que por desgracia es la historia de muchísimas otras personas, la quiero contar.
-“Mira, este es mi hijo. ¿Has visto qué alto es? Y tan sólo tiene 15 años”, me dice Ella sonriendo, orgullosa, mientras me acerca su móvil para que vea la imagen.
Ese teléfono se ha convertido en el cordón umbilical con su país, Nicaragua, y con lo que más quiere en el mundo, su hijo. En la foto aparece un chico alto, espigado, sonriente. Ella desliza el dedo índice por la pantalla para enseñarme más fotografías.
-“Esta es mi madre”.
-¡Es muy joven!, le digo yo.
Su madre no tiene más de 50 años y desde hace nueve meses está al cargo de su nieto. El mismo tiempo que lleva Ella en España trabajando y enviando dinero para que su hijo pueda seguir estudiando y tenga un mejor futuro que el presente que vive Ella.
Sigue pasando fotos y me presenta a toda su familia. Veo a sus hermanos, sus sobrinos, su pareja, su madre bailando en una celebración familiar, ella con su familia en la fiesta de despedida que le hicieron antes de venir a España, ella abrazando a su hijo en el aeropuerto antes de subirse al avión…Ufff…Qué abrazo. Trago saliva. No sé cómo puede ver esas fotos con tanta entereza. Mi hijo está a pocos metros jugando, yo lo miro de reojo y vuelvo a encontrarme con la mirada de Ella, que me confiesa, sí, que esa tarde, cuando me ha visto con mi hijo allí mismo, en la casa donde cuida a una señora mayor, se le ha encogido el alma. Tanto, que se ha ido a su habitación a llorar.
-“Al ver a su hijo con usted, se me ha removido todo”, me dice mientras hace círculos con su mano en torno a su pecho.
Yo también me remuevo en el sofá donde estamos las dos sentadas porque no sé muy bien qué decirle, y opto por seguir estirando del cordón umbilical que le une a su país.
-“Enséñame más fotos, ¿te apetece?”
Y Ella vuelve a su galería de imágenes para mostrarme a una mujer joven, sonriente, bonita, con unos grandes ojos maquillados a conciencia, luciendo una melena larguísima. Ella.
-¡Pero qué guapa estás en estas fotos, qué pelo más largo tenías antes de venir a España!, le digo, sorprendida.
Y entonces estira la goma del pelo con la que sujeta un topo y aparece ante mis ojos una melena larguísima, preciosa, radiante. Nunca hasta ese momento había reparado en que aquel topo atado a una goma escondía un pelo tan largo y luminoso. Me deja contemplarlo apenas unos segundos y vuelve a atarse el pelo. Atrapo ese instante, que para mí se convierte en una metáfora de su vida.
Frente a mi tengo ahora a una mujer cuyos ojos cansados se esconden, tristes, tras unas gafas de vista. Ella no es Ella.
Frente a mi tengo ahora a una mujer cuyos ojos cansados se esconden, tristes, tras unas gafas de vista. En su atuendo no hay ni rastro de la joven que posa con toda su frescura en las fotos con su chico, con su familia, con su hijo. Ella no es Ella. No es la auténtica. Ahora es una mujer inmigrante que vino hace casi un año a trabajar a España como interna en una casa, que se tuvo que marchar de allí al cabo de unos meses por el hostigamiento al que le sometió la dueña de la vivienda, que se fue a trabajar a la casa de un señor que supuestamente la contrató para cuidarlo y que acabó chantajeándola. “Si quieres cobrar, tendrás que tener relaciones sexuales conmigo”, le dijo. Huyó despavorida a otra ciudad, donde reside actualmente. Cuida a una persona mayor durante buena parte del día y por la noche. El poco tiempo que le queda lo dedica a limpiar en algunas casas. Y ya está.
Me cuenta que no tiene amigos, que no conoce ni siquiera la ciudad en la que reside porque no tiene tiempo de pasear por sus calles, que no ha ido a la playa pese a vivir en una ciudad costera, “pero bueno…”, y deja la conversación suspendida en el aire. Y yo pienso que a falta de lo más elemental, la compañía de su hijo, de su pareja, de su familia, le faltan cosas tan obvias y humanas como ser tratada con la dignidad que merece. Y otras tan básicas y sencillas como disfrutar algún rato del viento en la cara, de una cerveza fresca, de una charla con amigos, de un paseo por la playa, de bailar como hacía a menudo en su país, de compartir unas risas.
-“He llorado mucho, pero aquí sigo, luchando”, concluye.
Y apaga el móvil.