Acaba un verano marcado por la ausencia de abrazos necesarios, de bulliciosos reencuentros estivales, de noches cálidas llenas de música y baile, de besos al saludar, de manos que transmiten calma, de hombros que sostienen llantos. Nos hemos tenido que acostumbrar a intuir las sonrisas tras la mascarilla, a recibir el calor de un amigo a través de la mirada, a saludar con resignación desde la distancia, a desconfiar de lo que tocamos, de lo que respiramos, hasta de lo que pisamos. No hay territorio seguro, no hay espacio vital que podamos compartir sin tener que activar el protocolo mental de mascarilla/gel/distancia/miedo/desconfianza/inseguridad.

Sí, la pandemia del coronavirus ha engullido buena parte de nuestros sentidos. Prohibido oler, prohibido tocar, prohibido saborear sin antes lavar. Y ante lo que hay que oír y contemplar, me he preguntado a menudo estos meses si quedaba algún resquicio no contaminado de miedo y amenaza de hecatombe. Y sí, lo he encontrado en el gesto más sencillo que pudiera imaginar.

Ha resultado una sensación liberadora en la que no había reparado hasta este verano tan plagado de cortapisas sensoriales. Ha sido ese instante, esa décima de segundo en que mi cabeza se metía en el agua del mar, o de cualquier piscina, y de repente el potente zumbido de fallecidos, infectados, ingresados, mascarillas, distancias, cuarentenas, fiebres, respiradores, residencias, cierres, prohibiciones….zassss, se acallaba. Silencio sepulcral bajo el agua, sólo roto por algún sonido lejano y hueco. Mi mente se aquietaba, mis sentidos cobraban toda su esencia. Sin mascarilla, sin distancia, sin temores.

Nunca como hasta ahora había puesto todos mis sentidos en pos de un único gesto: quedarme inmersa bajo el agua y sentir su frescor, y con ella, la sensación liberadora de que todo estaba en orden, todo estaba bien.

Mi mejor sensación estival se queda bajo la quietud del agua, y por pequeños e insignificantes que sea, buscaré nuevos espacios  para dar cabida a los sentidos en este otoño de coronavirus. Quien sabe si entre las páginas de un libro, en el fresco de la mañana, en el café humeante y calentito, en la música a todo volumen o muy suave, en una copa de vino junto al fuego o en la cima de una montaña tras el esfuerzo de subirla. No renunciemos a sentir. Eso no.

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Sobre mí

Marina Vallés Pérez (25/05/1976). Natural de Teulada (Alicante). Licenciada en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente soy periodista autónoma.



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