Hacía unos días que veía algo diferente en su cara y no sabía identificar qué era. Sólo intuía que su rostro me devolvía una señal, pero me costaba interpretarla. Una noche, en el baño, mientras me lavaba la cara, volví a observar la suya, que se asomaba al mismo espejo en el que yo me miraba, mientras me contaba cómo había ido la jornada en el colegio. Entonces lo vi. Allí estaba la huella blanca e impoluta de la mascarilla perfilando buena parte del rostro de mi hijo mientras el resto de la cara asomaba sonrosada y brillante, llena de luz. Los rayos de sol cada vez más potentes y prolongados de esta primavera habían ido penetrando, durante las horas de patio, en la pequeña parcela de su rostro que quedaba al descubierto y el perfil de una pandemia atroz, durísima y aun latente, había quedado dibujado con total nitidez en sus mejillas todavía infantiles.

Sentí cierta tristeza al comprobar aquella huella en forma de mascarilla dibujada en su piel, pero también quise ver en aquella señal el esfuerzo inconmensurable que han realizado durante este año

Sentí cierta tristeza al comprobar aquella huella en forma de mascarilla dibujada en su piel, pero también quise ver en aquella señal el esfuerzo inconmensurable que han realizado durante este año el alumnado, el profesorado y todo el personal que trabaja en los centros educativos. Muchos predecían que este curso tan difícil y tan lleno de retos se esfumaría en apenas unas semanas, que los estudiantes tendrían que volver a encerrarse en casa y que las clases presenciales se quedarían en una quimera. Sin embargo, el tiempo ha puesto todavía más en valor la enorme capacidad de adaptación que han demostrado los menores y sus profesores y la hazaña que ha supuesto enseñar y aprender en unas circunstancias inéditas.

Han tenido que compartimentar aulas y patios;  cambiar hábitos de juego; llevarse mantas, gorros, bufandas y guantes para soportar el frío con el fin de mantener las clases ventiladas; entrar por un acceso; salir por otro; cambiar la hora de entrada; ajustar la hora de salida, lavarse las manos; volvérselas a lavar…y así un sinfín de normas que a principio de curso parecían imposibles de asimilar y que, sin embargo, toda la comunidad educativa ha aceptado sin ponerlas en tela de juicio.

La pandemia, que el pasado curso sacó a la luz lo peor de un sistema educativo, en general, demasiado alejado de las nuevas tecnologías y con una falta evidente de recursos, ha permitido este curso mostrar también su cara más valiente y su enorme resiliencia. Más allá de la mayor o menor implicación de los gobiernos autonómicos en proveer de medios humanos y materiales a las comunidades educativas, éstas han velado y se han esforzado porque el alumnado volviera a sentir la cercanía, aunque fuera desde la distancia social, de sus compañeros, de sus profesores y de su colegio.

A pocas semanas de que finalice un curso escolar que pasará a la historia, es justo que aplaudamos y felicitemos a nuestros niños. La huella de la mascarilla en sus rostros es el signo inequívoco de su triunfo.

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Sobre mí

Marina Vallés Pérez (25/05/1976). Natural de Teulada (Alicante). Licenciada en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente soy periodista autónoma.



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