Cuando uno sufre una enfermedad grave y logra superarla, puede ocurrir que quiera desterrar para siempre ese doloroso capítulo de su trayectoria vital o bien, convierta el poso amargo de ese trance en una nueva filosofía de vida, en una actitud con la vida misma. Esta última forma de afrontar su “nueva vida” después de cruzar el abismo de la enfermedad es la que adoptó mi madre tras sufrir un cáncer de mama.
Como muchas otras personas que han pasado por una situación de salud complicada, desarrolló un sentimiento de solidaridad y empatía hacia quienes sufren esta enfermedad que le llevó a convertirse en voluntaria de la Asociación Española contra el Cáncer (AECC). Y entre otras muchas actividades, se comprometió a visitar todas las semanas a las personas con enfermedades oncológicas ingresadas en su hospital de referencia y a regalar un café y un dulce a quienes estaban en el hospital de día recibiendo el tratamiento de quimioterapia. En realidad no era el café, ni el dulce, era la compañía, la sonrisa, la mano tendida, el testimonio de lo vivido, el calor humano que sólo puede ofrecer una persona que ha pasado por la misma situación. Y vino la pandemia…y con ella, tuvo que dejar de ir al hospital, pero ella, tenaz y solidaria, ha querido retomar su voluntariado. Ahora lo hace por teléfono. La AECC le ha puesto en contacto con una señora de una edad similar a la suya a la que no conoce y a la que no ve, pero con la que tiene un compromiso sólido: llamarle por teléfono una vez por semana y escucharla. Sobre todo, escucharla.
―Y, ¿de qué habláis, mamá? ¿De su enfermedad?―le pregunté curiosa a mi madre un día.
―No hablamos nunca de la enfermedad. Hablamos de lo que ella quiere pero nunca me habla del cáncer. Me cuenta acerca de su vida, de las dificultades a las que se ha enfrentado, de su familia, de su día a día, y sobre todo de lo sola que se siente―me contestó.
Hace unos días mi madre estuvo en mi casa. Coincidió con su hora de voluntariado. Se retiró a una habitación y la llamó. Escuché de fondo cómo mi madre le contaba que con sólo 10 años ya le pusieron un taburete para que pudiera alcanzar el fregadero y pudiera ayudar a su madre a fregar los platos. A juzgar por sus palabras, entendí que ambas coincidían en que ellas todavía fueron niñas educadas para ocuparse casi exclusivamente de las tareas de la casa y que por suerte todo eso estaba cambiando…Tras veinte minutos de charla, quedaron en escucharse de nuevo la semana siguiente.
Yo andaba por el pasillo de mi casa admirando a estas dos mujeres, pensando cuánta soledad sufre el mundo, cuanto individualismo fomentamos, cuántas personas mayores afrontan la pérdida de salud progresiva pero sobre todo, la falta de compañía, de cariño, de ayuda, de escucha. La señora a la que mi madre llama por teléfono una vez por semana no se lamenta del cáncer que sufre, sino de lo sola que se siente. Y aquel día, justo en la previa a la llegada de los Reyes Magos, mi madre, como muchos otros voluntarios y voluntarias, le regaló su tiempo y una actitud de escucha amable, sin prisas, sin condiciones. Eso de lo que adolecemos casi todos, perdidos en nuestras batallas particulares, haciendo oídos sordos al mundo.